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hecho de que las escuelas estén
apareciendo más a menudo en las páginas
de sucesos de los periódicos que en la
sección de educación y cultura está
preocupando seriamente a todos los
miembros de la comunidad educativa. En
efecto, los episodios de violencia en los
centros educativos parecen tener una gran
capacidad de atraer a la atención
pública, causando lo que hoy día se ha
dado en denominar una alta «alarma
social», con lo que la aparentemente
nueva lacra de la violencia escolar se
añade a las ya innumerables fuentes de
demanda y presión social con que
nuestros centros educativos y nuestro
profesorado deben enfrentarse.
1. Introducción
En algunos países las
administraciones educativas han lanzado campañas
nacionales a través de los medios de
comunicación social con el fin de crear una
cierta conciencia social que favorezca la
prevención de fenómenos violentos en las
escuelas. En otros países, como el nuestro, tal
vez porque aún no se han sufrido muchos casos
extremos de violencia en las escuelas, la
información disponible sobre la cuestión es,
como mínimo, muy limitada, y no se ha hecho más
que empezar en cuanto a la puesta en marcha de
programas o planes de acción para la prevención
y el tratamiento de dichos fenómenos.
En cualquier caso, los
educadores somos cada vez más conscientes de la
envergadura del tema que aquí vamos a tratar;
sabemos que, para comenzar, debemos plantearlo en
positivo, es decir, no se trata tanto de qué
hacemos para enfrentarnos a los casos de
violencia, como de qué hacemos para convertir
nuestros centros en espacios adecuados para el
aprendizaje de la convivencia en el marco de una
democracia.
2. ¿De qué estamos
hablando exactamente cuando decimos
"violencia escolar"
Una de las primeras
dificultades a las que nos enfrentamos al
comenzar a analizar los fenómenos de supuesta
violencia en la escuela es a la de la
imprecisión en el lenguaje. En efecto, no
podemos considerar dentro de la misma categoría
un insulto u otra falta más o menos leve de
disciplina o, por ejemplo, un episodio de
vandalismo o de agresión física con un arma. No
obstante, existe una clara tendencia en la
opinión pública y tal vez entre muchos
profesores (quienes, no lo olvidemos, son los
principales creadores de opinión sobre la
enseñanza y los centros escolares) a «meter
todo en el mismo saco» y a entender, de manera
simplista, que se trata de manifestaciones
distintas de un mismo sustrato violento que
caracterizaría a los niños y jóvenes de hoy. A
pesar de ello, puesto que muchos fenómenos no
pueden considerarse propiamente como violentos,
entiendo como más inclusiva y adecuada la
expresión de comportamiento o conducta
antisocial en las escuelas. Así, en mi
opinión, son seis los tipos o categorías de
comportamiento antisocial entre los que debemos
diferenciar:
- A: Disrupción
en las aulas
- B: Problemas de
disciplina (conflictos entre profesorado
y alumnado)
- C: Maltrato
entre compañeros («bullying»)
- D: Vandalismo y
daños materiales
- E: Violencia
física (agresiones, extorsiones)
- F: Acoso sexual
La disrupción
en las aulas constituye la preocupación más
directa y la fuente de malestar más importante
de los docentes. Su proyección fuera del aula es
mínima, con lo que no se trata de un problema
con tanta capacidad de atraer la atención
pública como otros que veremos después. Cuando
hablamos de disrupción nos estamos refiriendo a
las situaciones de aula en que tres o cuatro
alumnos impiden con su comportamiento el
desarrollo normal de la clase, obligando al
profesorado a emplear cada vez más tiempo en
controlar la disciplina y el orden. Aunque de
ningún modo puede hablarse de violencia en este
caso, lo cierto es que la disrupción en las
aulas es probablemente el fenómeno, entre todos
los estudiados, que más preocupa al profesorado
en el día a día de su labor, y el que más
gravemente interfiere con el aprendizaje de la
gran mayoría de los alumnos de nuestros centros.
Las faltas o problemas de
disciplina, normalmente en forma de conflictos de
relación entre profesores y alumnos, suponen un
paso más en lo que hemos denominado disrupción
en el aula. En este caso, se trata de conductas
que implican una mayor o menor dosis de violencia
desde la resistencia o el «boicot» pasivo
hasta el desafío y el insulto activo al
profesorado, que pueden desestabilizar por
completo la vida cotidiana en el aula. Sin
olvidar que, en muchas ocasiones, las agresiones
pueden ser de profesor a alumno y no viceversa,
es cierto que nuestra cultura siempre ha mostrado
una hipersensibilidad a las agresiones verbales
sobre todo insultos explícitos de
los alumnos a los adultos (Debarbieux, 1997), por
cuanto se asume que se trata de agresiones que
«anuncian» problemas aún más graves en el
caso futuro de no atajarse con determinación y
«medidas ejemplares».
El término «bullying»,
de difícil traducción al castellano con una
sola palabra, se emplea en la literatura
especializada para denominar los procesos de
intimidación y victimización entre iguales,
esto es, entre alumnos compañeros de aula o de
centro escolar (Ortega y Mora-Merchán, 1997). Se
trata de procesos en los que uno o más alumnos
acosan e intimidan a otro víctima a
través de insultos, rumores, vejaciones,
aislamiento social, motes, etc. Si bien no
incluyen la violencia física, este maltrato
intimidatorio puede tener lugar a lo largo de
meses e incluso años, siendo sus consecuencias
ciertamente devastadoras, sobre todo para la
víctima.
El vandalismo y la
agresión física son ya estrictamente fenómenos
de violencia; en el primer caso, contra las
cosas; en el segundo, contra las personas. A
pesar de ser los que más impacto tienen sobre
las comunidades escolares y sobre la opinión
pública en general, los datos de la
investigación llevada a cabo en distintos
países sugieren que no suelen ir más allá del
10 por ciento del total de los casos de conducta
antisocial que se registran en los centros
educativos. No obstante, el aparente incremento
de las extorsiones y de la presencia de armas de
todo tipo en los centros escolares, son los
fenómenos que han llevado a tomar las medidas
más drásticas en las escuelas de muchos países
(Estados Unidos, Francia y Alemania son los casos
más destacados, como cualquier lector habitual
de prensa sabe).
El acoso sexual es, como el
bullying, un fenómeno o manifestación
«oculta» de comportamiento antisocial. Son muy
pocos los datos de que se dispone a este
respecto. En países como Holanda (Mooij, 1997) o
Alemania (Funk, 1997), donde se han llevado a
cabo investigaciones sobre el tema, las
proporciones de alumnos de secundaria obligatoria
que admiten haber sufrido acoso sexual por parte
de sus compañeros oscila entre el 4 por ciento
de los chicos de la muestra alemana y el 22 por
ciento de las chicas holandesas. En cierta
medida, el acoso sexual podría considerarse como
una forma particular de bullying, en la
misma medida que podríamos considerar también
en tales términos el maltrato de carácter
racista o xenófobo. Sin embargo, el maltrato, la
agresión y el acoso de carácter sexual tienen
la suficiente relevancia como para considerarlos
en una categoría aparte.
Y, ya entre paréntesis,
habría que apuntar dos fenómenos típicamente
escolares que también podrían categorizarse
como comportamientos antisociales, aunque no se
vayan a tratar en este artículo: el primero es
el absentismo, que da lugar a importantes
problemas de convivencia en muchos centros
escolares; el segundo cabría bajo la
denominación de fraude en educación o, si se
prefiere, de «prácticas ilegales» (Moreno,
1992, pp. 198 y ss.), esto es, copiar en los
exámenes, plagio de trabajos y de otras tareas,
recomendaciones y tráfico de influencias para
modificar las calificaciones de los alumnos, y
una larga lista de irregularidades que, para una
buena parte del alumnado, hacen del centro
escolar una auténtica «escuela de pícaros».
3. ¿Qué sabemos sobre
los fenómenos de comportamiento antisocial en
los centros escolares?
Para empezar, el análisis
de las distintas categorías de comportamiento
antisocial que acabamos de llevar a cabo nos
permite adelantar algunas observaciones de cierto
interés. En primer lugar, podría decirse que en
los centros se dan muchos conflictos, y de muchos
tipos, y no tanta violencia extrema como los
medios de comunicación y la opinión
pública que a partir de ellos se configura
podrían estar dando a entender. La existencia de
conflictos en las instituciones escolares no
solamente no debe asustarnos, ni siquiera
preocuparnos, sino que debemos entenderla como
algo en principio natural en cualquier contexto
de convivencia entre personas; así, por el
contrario, los conflictos pueden ser
oportunidades de aprendizaje y de desarrollo
personal para todos los miembros de la comunidad
escolar.
En segundo lugar, nuestro
análisis inicial de las seis categorías deja
claro, aparte de los distintos niveles de
«gravedad», que puede hablarse de dos grandes
modalidades de comportamiento antisocial en los
centros escolares: visible e invisible. Así, la
mayor parte de los fenómenos que tienen lugar
entre alumnos el bullying, el acoso
sexual, o cierto tipo de agresiones y
extorsiones resultan invisibles para padres
y profesores; por otro lado, la disrupción, las
faltas de disciplina y la mayor parte de las
agresiones o el vandalismo, son ciertamente bien
visibles, lo que puede llevarnos a caer en la
trampa de suponer que son las manifestaciones
más importantes y urgentes que hay que abordar,
olvidándonos así de los fenómenos que hemos
caracterizado por su invisibilidad.
Por último, también es
interesante que nos planteemos a qué actores de
la comunidad educativa preocupa más o
menos cada una de las categorías de
comportamiento antisocial; así, mientras que a
los profesores les preocupa y les afecta de
manera especial la disrupción y, en segundo
término, la indisciplina, a los padres, a la
Administración educativa y a la opinión
pública les afectan mucho los episodios
supuestamente aislados de violencia
física (sobre todo de alumno a profesor) y de
vandalismo; los alumnos, por su parte, quizá
estén más preocupados y sin duda más afectados
por los fenómenos invisibles debullying,
extorsión y acoso sexual [los estudios de Ortega
(1994, 1997) sobre bullying en España
estiman que uno de cada cinco alumnos está
implicado en este tipo de procesos, como agresor,
como víctima o como ambas cosas a la vez; los
estudios llevados a cabo en Alemania y Holanda
sobre acoso sexual en las escuelas (Funk, 1997;
Mooij, 1997) ofrecen resultados muy dispares
entre el 5 y el 20 por ciento de alumnos
admite haber sufrido este tipo de acoso,
pero en ningún caso nos permiten pensar que el
problema sea menor].
En todo caso, y pasando ya
a dar una respuesta más concreta a la pregunta
que encabeza este apartado, lo cierto es que, por
el momento, sabemos bastante poco acerca de los
distintos fenómenos que hemos agrupado bajo la
gran denominación de comportamiento antisocial
en los centros escolares. A veces incluso da la
impresión de que sobre este tema están más
interesados y saben más los periodistas que los
educadores. En cierta medida, habría que admitir
que los investigadores en educación en España
no hemos prestado suficiente atención a las
relaciones horizontales entre los alumnos como
parte o elemento fundamental de su experiencia
escolar y, en concreto, de su aprendizaje de la
convivencia. Una vez hecha esta autocrítica,
digamos que nuestro informe a la Conferencia de
Educación organizada por la Presidencia
Holandesa de la UE (Moreno, 1997) revisa y resume
la investigación llevada a cabo en nuestro país
sobre comportamiento antisocial en centros
escolares. Además, un número monográfico
recientemente publicado por la Revista de
Educación (1997) contiene artículos con
informes actualizados de investigaciones
realizadas en los últimos años en varios
países europeos. El lector interesado podrá
hacerse una idea pormenorizada, a través de
dichas fuentes, de hasta dónde ha profundizado
la investigación.
Los estudios llevados a
cabo hasta ahora en nuestro país no nos
autorizan a formular generalizaciones de ningún
tipo, en el sentido de relaciones causales entre
ciertas variables y la probabilidad de que tengan
lugar fenómenos o episodios de violencia en los
centros educativos. Sin embargo, sí podemos
decir que ponen de manifiesto al menos tres
conclusiones importantes: en primer lugar, que
los fenómenos de comportamiento antisocial en
las escuelas tienen raíces muy profundas en la
comunidad social a la que los centros educativos
pertenecen; en segundo término, está claro que
los episodios de violencia no deben considerarse
simplemente como eventos aislados que ocurren
espontánea y arbitrariamente, como si fueran
meros «accidentes»; y tercero, que las
distintas manifestaciones de comportamiento
antisocial en las escuelas ocurren con más
frecuencia de lo que usualmente se piensa y que,
puesto que la relación entre los agresores y las
víctimas es necesariamente muy extensa en el
tiempo y muy estrecha en el espacio (conviven en
el centro durante años y muchas horas al día),
las consecuencias personales, institucionales y
sociales de dicha violencia son incalculables.
Desde un punto de vista
teórico (Ortega, 1995, 1996 y 1997), las
variables que influyen sobre el comportamiento
antisocial en las escuelas deben buscarse en tres
dimensiones diferentes: Evolutiva, esto
es, el proceso de desarrollo sociomoral y
emocional en relación con el tipo de relaciones
que los estudiantes establecen con sus iguales; psicosocial,
que implica las relaciones interpersonales, la
dinámica socioafectiva de las comunidades y los
grupos dentro de los que viven los alumnos, las
complejidades propias del proceso de
socialización de los niños y los jóvenes; y,
por último, la dimensión educativa, que
incluye la configuración de los escenarios y las
actividades en que tienen lugar las relaciones
entre iguales, el efecto que sobre dichas
relaciones tienen los distintos estilos de
enseñanza, los modelos de disciplina escolar,
los sistemas de comunicación en el centro y en
el aula, el uso del poder y el clima
socioafectivo en que se desarrolla la vida
escolar. Desde el punto de vista del profesorado
y de los centros de enseñanza, esta dimensión
educativa tiene una importancia crítica; resulta
fundamental poder ser capaces de identificar qué
aspectos de la vida del aula y de la escuela
tienen una incidencia en la configuración de las
relaciones interpersonales de nuestros alumnos,
en los modelos y patrones de convivencia, y, en
definitiva, en la posible prevención del
comportamiento antisocial. En otras palabras,
aunque sabemos que el comportamiento antisocial
en los centros puede estar muy determinado por
variables sociales y familiares ajenas a la
escuela, también existen variables internas al
propio centro educativo que parecen estar
positivamente relacionadas con la mayor o menor
ocurrencia o aparición de fenómenos de
comportamiento antisocial. Y parece claro que es
sobre estas variables estrictamente escolares
donde el profesorado tiene y puede
hacer el mayor esfuerzo de prevención.
Así, considerando los
resultados de investigaciones empíricas
realizadas en otros países (Mooij, 1997; Funk,
1997), estamos en condiciones de afirmar que
existe una relación contrastada entre el
currículo escolar, los métodos de enseñanza,
los sistemas de evaluación del rendimiento del
alumnado, y el agrupamiento de los alumnos o la
mayor o menor probabilidad de ocurrencia de
fenómenos de comportamiento antisocial en un
aula y en un centro. En este sentido, existen
diferencias significativas entre aulas y entre
centros escolares en función de variables como
las citadas, a las que podríamos denominar en
general organizativas y curriculares. Por
ejemplo, Mooij (1997) encuentra que una variable
tan concreta como el porcentaje de tiempo lectivo
que el profesor dedica en el aula a procesos de
grupo y relaciones interpersonales está
relacionada con la disminución de los
comportamientos disruptivos y de maltrato entre
iguales; lo mismo parece ocurrir con el
porcentaje de tiempo lectivo dedicado a
cuestiones de normas, orden y disciplina.
Volviendo a las variables
ajenas a la escuela, existen otros procesos
relevantes para intentar explicar el
comportamiento antisocial en los centros
educativos, alguno de los cuales ha sido incluso
considerado como un modelo explicativo global.
Todos ellos están bien documentados y se dispone
de un amplio conjunto de evidencias empíricas.
Sin embargo, todavía no existen estudios
españoles acerca de cómo influyen, se
relacionan o hasta causan la violencia escolar.
Se trata de los siguientes:
- A: La violencia
estructural derivada de la organización
social; así, la violencia escolar sería
consecuencia de la participación de los
estudiantes en procesos que «filtran»
dicha violencia estructural presente en
el conjunto de nuestra sociedad.
- B: La violencia
omnipresente en los medios de
comunicación social a la que los alumnos
están expuestos durante muchas horas
diarias. Funk (1997) ha estudiado en
Alemania la relación entre el consumo de
películas de acción y terror por parte
de los estudiantes y la violencia en las
escuelas, encontrando, como seguramente
el lector esperará, una relación
positiva entre ambos.
- C: Los modelos
violentos que los estudiantes ven y
aprenden en su propia familia y en
su más inmediato entorno
sociocomunitario. En este conjunto de
variables habría que incluir de forma
explícita la influencia del grupo de
iguales.
- D: La violencia
que los alumnos sufren dentro de su
familia y en su entorno comunitario.
- E: El hecho de
que los centros educativos, en especial
los de enseñanza secundaria, se han
mantenido casi siempre al margen de las
dimensiones no académicas de la
educación (desarrollo moral,
integración social, etc.); al haber
olvidado los procesos interpersonales
implícitos en la convivencia diaria, se
encuentran ahora con graves dificultades
para articular una respuesta educativa
ante el comportamiento antisocial o,
simplemente, los problemas de convivencia
en general.
En el conjunto de estos
procesos, la violencia que surge en nuestros
centros de enseñanza se explicaría por el hecho
de que tales centros estarían reproduciendo el
sistema de normas y valores de la comunidad en la
que están insertos y de la sociedad en general.
Los estudiantes, por tanto, estarían siendo
socializados en «anti-valores» tales como la
injusticia, el desamor, la insolidaridad, el
rechazo a los débiles y a los pobres, el
maltrato físico y psíquico y, en resumen, en un
modelo de relaciones interpersonales basado en el
desprecio y la intolerancia hacia las diferencias
personales en particular y hacia la diversidad
étnica en general.
En conclusión, la
investigación parece distinguir entre tres tipos
de variables (o conjuntos de variables) para
explicar el comportamiento antisocial en los
centros escolares: variables individuales
relacionadas con la personalidad, el sexo y
las percepciones y expectativas del
alumnado; variables del centro y del aula
internas a la institución y relacionadas
con los fenómenos violentos más
«específicos» de la escuela; y las
variables sociales o ambientales que pasan
por la influencia de la familia, el grupo de
iguales, la comunidad inmediata, los medios de
comunicación y la sociedad en general. La
interacción entre los tres tipos de variables,
esto es, los rasgos de personalidad con ciertas
variables del ambiente social y en un determinado
contexto organizativo y curricular, es la que al
final nos permite aproximarnos a una primera
explicación satisfactoria del comportamiento
antisocial en las escuelas.
4. La respuesta
educativa al comportamiento antisocial en los
centros escolares
En el debate acerca de la
violencia y el comportamiento antisocial en las
escuelas subyacen cuestiones y retos de gran
alcance y con profundas implicaciones para
nuestra sociedad. En definitiva, lo que «nos
estamos jugando» aquí es si la escuela puede
continuar siendo un instrumento de cohesión
social y de integración democrática de los
ciudadanos. Después de décadas de fortísima
expansión y democratización educativas,
mantener y afianzar el carácter «inclusivo» de
nuestros centros de enseñanza parece ser un gran
desafío. Así, las medidas de atención a la
diversidad, el aprendizaje de la convivencia, la
educación en actitudes y valores, se muestran
como prioridades irrenunciables para la
educación institucionalizada. El carácter no
estrictamente académico de dichas prioridades
choca, a veces incluso con dureza, con ciertas
culturas profesionales dentro de la actividad
docente, y aún mucho más con ciertas posiciones
ideológicas en política educativa y curricular;
y esto es así sobre todo en el ámbito de la
educación secundaria, el tramo del sistema
educativo donde siempre se concentran los grandes
debates de fondo sobre la educación. El riesgo
de fragmentación social y cultural, y de
deterioro de la escuela pública que tales
posiciones sin duda implican, hacen aún más
urgente la toma de conciencia de los docentes
acerca del auténtico alcance de los temas y
problemas que venimos tratando.
Podríamos diferenciar
entre dos grandes tipos de respuesta educativa
ante el comportamiento antisocial en las
escuelas. Tendríamos, por un lado, lo que
llamamos respuesta global a los problemas
de comportamiento antisocial (que técnicamente
podría considerarse como prevención primaria)
(Moreno y Torrego, 1996). Se trata de una
respuesta global por cuanto toma como punto de
partida la necesidad de que la convivencia
(relaciones interpersonales, aprendizaje de la
convivencia) se convierta y se aborde como una
«cuestión de centro». Así, el centro escolar
debe analizar las cuestiones relacionadas con la
convivencia y sus conflictos reales o
potenciales en el contexto del currículo
escolar y de todas las decisiones directa o
indirectamente relacionadas con él. Esta
respuesta global asume, por tanto, que la
cuestión de la convivencia va más allá de la
resolución de problemas concretos o de
conflictos esporádicos por parte de las personas
directamente implicadas en ellos; al contrario,
el aprendizaje de la convivencia, el desarrollo
de relaciones interpersonales de colaboración,
la práctica de los «hábitos democráticos»
fundamentales, se colocan en el centro del
currículo escolar y de la estructura
organizativa del centro. A su vez, los conflictos
de convivencia o, más en general, los retos
cotidianos de la vida dentro de la institución,
afectarían a todas las personas de la comunidad
escolar y no sólo a los directamente
involucrados, por lo que también se
esperaría de todos una implicación activa en su
prevención y tratamiento.
Por otro lado, tendríamos
una respuesta más «especializada», esto es,
consistente en programas específicos destinados
a hacer frente a aspectos determinados del
problema de comportamiento antisocial o a
manifestaciones más concretas del mismo, que
técnicamente denominaríamos prevención
secundaria y terciaria (Trianes y Muñoz, 1997;
Díaz-Aguado, 1992; Díaz-Aguado y Royo, 1995;
Gargallo y García, 1996; Pérez, 1996). Se trata
de programas más o menos ambiciosos,
desarrollados por expertos, y que se vienen
aplicando en centros educativos españoles desde
hace años. Los cuatro que presento y describo a
continuación tienen en común haber sido
evaluados seriamente, quedando contrastada su
eficacia.
Programa de Desarrollo
Social y Afectivo en el aula (Trianes, 1995;
Trianes y Muñoz, 1994, 1997). Ha sido aplicado
en varias escuelas de Málaga; se compone de tres
módulos que se desarrollan en el aula. Sus
objetivos son: la construcción de un estilo de
pensamiento para la resolución no agresiva de
problemas; una perspectiva moral en la
evaluación ante y postreflexiva de una conducta
dada; la práctica y el aprendizaje de la
negociación, la respuesta asertiva y la
prosocialidad (apoyo y cooperación) en distintas
situaciones posibles; el desarrollo de la
tolerancia hacia las diferencias personales y la
responsabilidad social; el aprendizaje de
procedimientos democráticos de confrontación
verbal, y la muestra de respeto y de aceptación
hacia las decisiones tomadas por mayoría.
Una vez aplicado, la
evaluación del programa se centró en la
aceptación social valorada por los iguales, las
habilidades sociales autopercibidas y las
habilidades sociales valoradas por el profesor.
Se obtuvieron resultados muy positivos en
habilidades sociales autopercibidas, también en
su valoración por parte de los profesores y por
tests sociométricos. Los autores intentaron,
así mismo, identificar variables relevantes que
pudieran mediar o estar influyendo en la
consecución de los objetivos del programa.
Identificaron el «conflicto percibido por el
profesor en el clima de aula» como una de tales
variables relevantes, con influencia
significativa sobre el éxito potencial del
programa.
Programa para promover
la tolerancia a la diversidad en ambientes
étnicamente heterogéneos (Díaz-Aguado,
1992, y Díaz-Aguado y Royo, 1995). Los elementos
principales de este programa son: aprendizaje
cooperativo con miembros de otros grupos
étnicos; discusión y representación de
conflictos étnicos con objeto de fomentar la
adecuada comprensión de las diferencias
culturales y étnicas, desarrollando empatía
hacia gentes o grupos que sufren el prejuicio
racial, así como habilidades que capaciten a los
alumnos para resolver conflictos causados por la
diversidad étnica; a través de la comunicación
interpersonal,el diseño de situaciones y
materiales que incrementen el aprendizaje
significativo, conectando las actividades
escolares con las que a diario llevan a cabo
fuera de la escuela los alumnos desaventajados
socioculturalmente, favoreciendo así actitudes y
procesos cognitivos contrarios al prejuicio
racial.
Este programa se ha
aplicado en distintos contextos y su eficacia ha
sido evaluada de forma sistemática. Se aplicó
por primera vez en escuelas públicas de Madrid
en aulas con estudiantes de 7 años
que contaban tanto con minorías étnicas
(gitanos) como con grupos de alumnos
desaventajados socioculturalmente. Los resultados
de la evaluación del programa mostraron
diferencias significativas a favor de los grupos
experimentales en relación con las siguientes
variables: tolerancia a la diversidad y
superación del prejuicio (cognitiva y
afectivamente, y en términos de comportamiento
real); una mejor interacción entre ambos grupos
étnicos (payo y gitano); una mejora en la
actitud general hacia los compañeros del centro
y una mayor motivación hacia el aprendizaje; un
importante incremento en la autoestima de los
estudiantes y, de modo específico, en el
autoconcepto académico de los alumnos gitanos.
En una segunda ocasión, el programa se aplicó
con alumnos de 10 años en un contexto similar,
pero los problemas de relación interpersonal
vinculados con el prejuicio racial resultaron ser
en este caso mucho más resistentes al cambio.
Programa para fomentar
el desarrollo moral a través del incremento de
la reflexividad (Gargallo, 1996). En
apariencia aún más especializado que los dos
anteriores, este programa pretende incrementar la
reflexividad de los estudiantes, y el
consiguiente descenso de la impulsividad, desde
el convencimiento de que existe una relación
positiva entre reflexividad y desarrollo moral.
El programa incluye una amplia variedad de
estrategias cognitivas con las que trabajar en
clase con los alumnos. Para la evaluación de
este programa se utilizó un diseño cuasi
experimental: se encontraron diferencias
significativas entre los grupos experimental y de
control, tanto en el incremento de la
reflexividad como en el nivel de desarrollo
moral; también se observó un progreso notable
en el desarrollo moral de los sujetos del grupo
experimental al comparar los resultados del
pretest y del postest.
Programa para mejorar el
comportamiento de los alumnos a través del
aprendizaje de normas (Pérez, 1996). Este
programa se centra en el aprendizaje de reglas de
comportamiento tanto en el centro escolar como en
el contexto específico del aula; pretende
fomentar la participación del alumnado en la
organización de la vida del aula a través de su
implicación activa en la construcción de normas
de comportamiento. El programa consta de tres
fases: análisis de las normas implícitas y
explícitas que regulan la vida del aula;
construcción de un conjunto de normas y
seguimiento de las mismas por medio de la
participación democrática de los alumnos; y la
implantación del conjunto de normas junto con
los procedimientos para asegurar su cumplimiento.
Se utilizó un diseño
cuasi experimental para la evaluación: el autor
construyó un cuestionario original para la
«evaluación del comportamiento en el aula»,
que debía ser respondido por los profesores. Se
encontraron diferencias significativas en
términos de mejor comportamiento de los alumnos
entre los grupos experimental y de control,
diferencias que también se obtuvieron al
comparar los resultados del pretest y del
postest. El programa demostró ser muy eficaz
para hacer frente a problemas de disciplina y de
comportamiento disruptivo en el aula, por lo que
se le puede suponer un cierto potencial para
prevenir otros tipos más graves de
comportamiento antisocial en los centros
educativos.
Todos estos programas
específicos sin duda aportan al profesorado
herramientas de calidad contrastada para trabajar
en los centros y en las aulas. Sin embargo, como
todo profesional de la educación sabe, la
calidad intrínseca de un programa «de
laboratorio» de ningún modo asegura el éxito a
la hora de aplicarlo en un contexto institucional
dado, ante problemáticas muy concretas y por
parte de docentes con un conjunto de creencias,
percepciones y expectativas muy determinado. De
hecho, los autores de alguno de estos programas
atribuyen diferencias en los resultados a la
deficiente formación previa de los profesores
que debían implantarlo, incluso a su falta de
compromiso o de «fe» en el mismo, hasta el
punto de que han decidido incluir módulos
específicos para la formación del profesorado
que vaya a utilizarlos (es el caso de los
programas de Trianes y de Díaz-Aguado). Sin
entrar en las implicaciones más profundas de las
relaciones entre teoría y práctica en
educación, sí debemos decir que parece evidente
que la utilización de cualquiera de estos
programas en un centro educativo debe enmarcarse
en una «política» global del centro en
relación con los temas de convivencia, y en una
adaptación precisa del programa a las
características y posibilidades peculiares de
dicho centro.
5. Tres llamadas de
atención para concluir: los mitos sobre la
violencia en las escuelas
Como conclusión, creo
apropiado analizar lo que considero son algunas
de las visiones, creencias, estereotipos, en
definitiva mitos, acerca de la violencia en los
centros escolares, que circulan hoy por los
medios de comunicación y que incluso se han
introducido en el debate profesional de los
propios docentes. La refutación de estos mitos
nos sirve como cierre de este artículo en tanto
en cuanto se apoya en los resultados de la
investigación y, al mismo tiempo, supone un
punto de partida para construir lo que hemos
llamado una respuesta educativa global a los
problemas y conflictos de convivencia en los
centros de enseñanza.
- 1.- El primero
de los mitos sobre la violencia en los
centros de enseñanza vendría a sostener
que se trata de una novedad, propia de
los tiempos que corren y de la naturaleza
especialmente abyecta de los jóvenes de
hoy, de las características
particularmente favorecedoras de los
centros de enseñanza, y de la dejadez y
abstención sistemática de los padres de
nuestros alumnos. Obviamente, no se trata
de ninguna novedad. Los fenómenos de
violencia escolar se han producido
siempre, y quizás con la misma o mayor
intensidad. Ahora son más visibles
porque afectan a más personas, y porque
los medios de comunicación, los padres y
madres de los alumnos y la sociedad en
general, se han hecho mucho más
sensibles a todo lo relacionado con la
educación y, como es lógico, a este
tipo de fenómenos de una manera aún
más especial.
- De hecho, la violencia
en las escuelas ha formado parte de lo
que llamamos currículo, esto es, de los
contenidos que aprenden los alumnos en su
experiencia escolar diaria. La violencia
ritual de las novatadas, bien aceptada y
hasta celebrada en nuestra sociedad, es
un buen ejemplo del carácter funcional
de la violencia en los centros escolares.
La cuestión comienza a preocupar a
quienes tienen el poder cuando los
fenómenos de violencia empiezan a
traspasar ese límite invisible de la
funcionalidad, cuando algunas víctimas
rompen el silencio que como víctimas
siempre les ha caracterizado, cuando las
consecuencias de algún suceso son
verdaderamente trágicas y encajan en la
«línea editorial» de algún medio de
comunicación, o cuando se intenta hacer
una utilización política de los
fenómenos de violencia. Pero, sobre
todo, las alarmas saltan cuando comienzan
a surgir casos en los que las víctimas
tradicionales (niños menores de doce
años, niñas en general) se convierten
en verdugos. Esta inversión de roles,
cuyo ejemplo clave es la agresión de
alumnos a profesores, cuenta con un
atractivo máximo en los medios. La
violencia es un ingrediente tan
fundamental en nuestra cultura mediática
que hacen falta nuevas y cada vez más
sofisticadas muestras y manifestaciones
para «alimentar» la demanda de esta
macabra mercancía.
- 2.- Un segundo
mito plantea que la violencia en las
escuelas forma parte de casos aislados
que vendrían a ocurrir
«accidentalmente», y que tan sólo una
minoría de alumnos y profesores está de
verdad sufriendo este tipo de
situaciones. Con ello se pretende, sin
duda con buena intención, no causar lo
que ha dado en llamarse «alarma
social». Es bien cierto que, al menos en
nuestro país, la situación no parece
ser tan grave como para hacer sonar la
alarma social en mitad de la noche. Sin
embargo, no puede aceptarse en modo
alguno que estemos hablando de hechos
aislados y, menos aún, que sean sólo
unos pocos los afectados. Los distintos
fenómenos de violencia en las escuelas
están profundamente interrelacionados
entre sí y, por supuesto, con otras
variables propias del entorno de la
escuela y del contexto familiar y social
de los alumnos. Las investigaciones
empíricas que se vienen llevando a cabo
en todos los países europeos parecen
demostrar que la violencia en las
escuelas tiene la forma de un auténtico
iceberg, del cual esas investigaciones de
campo sólo harían visible una mínima
parte. De ninguna manera se trata de
accidentes fortuitos y aleatorios, y, en
consecuencia, no pueden abordarse y
tratarse tampoco de manera aislada. Así,
aunque hemos puesto el énfasis en la
necesidad de diferenciar con precisión
entre las distintas categorías, tipos o
manifestaciones de conducta antisocial,
no debe olvidarse que las interrelaciones
mutuas entre cada una de ellas son muy
profundas.
- 3.- Por
último, desde posiciones más
radicalmente pesimistas a tono con el
final del milenio, la violencia en los
centros es la amenaza más grave que
tiene nuestro sistema escolar, con lo que
hacen falta medidas urgentes y de
«choque» para atajarlas. Así, la
única solución ante estos fenómenos
sería la «mano dura», con castigos
ejemplarizantes, expulsiones y cambios de
centro. Además, continuaría esta
argumentación, tal vez todo esto se
produzca precisamente por la suavidad, la
blandura y la incapacidad para tratar y
relacionarse con los conflictos que
vendría a caracterizar a la generación
que se encarga ahora de gestionar y de
enseñar en nuestras escuelas. Lo cierto
es que los problemas de violencia no
pueden abordarse sólo por vía
represiva, a riesgo de verse
multiplicados y hacerse aún más graves.
Es responsabilidad de los centros
educativos dar una respuesta
esencialmente educativa a estos sucesos;
de otra forma, es preferible pasar a
medidas como la de los militares tomando
los liceos, como hace pocos meses
ocurrió en Francia. Los docentes no
pueden resignarse a ponerse el uniforme
de guarda jurado; si alguien quiere que
esto sea así, que busque guardas jurados
de verdad o que, como decíamos, haga
como en los liceos franceses cuando lo
crea necesario. Los centros educativos y
su profesorado deben asumir que la
«gestión» de la convivencia en las
aulas y el aprendizaje de la misma por
los alumnos constituye una de sus tareas
docentes más ineludibles.
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